Compositor, improvisador, docente. Ha estudiado teoría y composición musical en Colombia, Uruguay, Francia, EEUU, México y Países Bajos, con Coriún Aharonián, Graciela Paraskevaídis, Klaus Huber, Roger Cochini y Brian Ferneyhough, entre otros, y en varias instituciones tales como la Universidad de los Andes, G.M.E.B., Fondation Royaumont, STEIM y Berklee College of Music.
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N40 / CEAC
Presentación:
Soy músico… más aún, principalmente soy compositor. Es decir, pensar en sonidos presentes y futuros, es mi cotidianidad. Además, soy melómano, razón por la cual escucho música todos, todos los días; y lo hago desde que puedo recordar. Esta costumbre de no solo ejercitar mi capacidad fisiológica de oír, sino también aquella psicológica de escuchar, ha enriquecido incalculablemente mi vida. Sin duda, la escucha –como proyección de la consciencia– es la herramienta principal para navegar los interminables mares de la música, pero ella también me ha ayudado a explorar otros tipos de estímulos, los cuales han llenado mi vida de fascinación y alegría. Creo que soy lo que soy, principalmente por lo que he escuchado, mucho más que por lo que he visto (incluyendo aquí la lectura), lo que he palpado, lo que he degustado o lo que he olfateado. Escoger las diez experiencias de escucha más importantes en mi vida es imposible, así que simplemente compartiré las primeras que se me vinieron a la cabeza.
Decálogo sonoro
1) El árbol cantor: A mediados de 1999 estaba en Tequisquiapan con mis amigos Ana Cruz y Juan Pablo Medina. Me preguntaron si quería conocer el árbol cantor; yo dije que ‘¡claro que sí!’ Caminamos mucho, hasta salir del pueblo por una desolada carretera, sin una sola curva, que solo parecía llevar a una estación de tren abandonada que se distinguía a lo lejos. Tal vez por el calor y la aridez, o tal vez como homenaje a papá Cage, lo hicimos sin hablar, contemplando el profundo silencio del desierto. De repente, pasamos bajo un lánguido arbolito de apenas un par de metros y en ese instante, una catarata de sonido cayó sobre nosotros, el canto de las pocas hojas del árbol, bailando en el viento, rozándose entre sí.
2) Enamoramiento: Se habla acerca del amor a primera vista; a mí, de hecho, me ocurrió una vez. Del amor a primer oído, en cambio, nunca se habla. Pudo ser en 1992 que entré a una tienda de discos en Bogotá llamada Spectrum y allí me encontré con un CD que contenía una sola pieza de Luciano Berio: “Laborintus 2”. No sabía si comprarlo, pues lo cobraban como CD completo a pesar de durar solo 33 minutos, así que pedí que pusiesen un poquito. Una por una, tres voces femeninas fueron apareciendo y entretejiéndose; luego un clarinete y un trombón se sumaron al telar. Yo estaba ya embrujado, pero cuando, inesperadamente, entró la voz de Sanguineti (“In quella parte”), casi me desmayo. Con respiración alterada, pedí que pararan, pagué y corrí a mi apartamento porque me sentía incompleto en el mundo si no devoraba ya mismo la obra en su totalidad y en las condiciones de escucha ritual necesarias. Nunca me desenamoré.
3) La fragilidad de la escucha: Hacia 1998 estábamos escuchando un CD de Us3 con Fernando Rincón y se quedó pegado en un bucle interminable sobre un sonido. En vez de quitarlo, comenzamos a improvisar con los controles de ecualización, espacialización y volumen del equipo de sonido. Como nos gustó lo que estábamos haciendo, decidimos seguir y grabar unos 40 minutos de la improvisación en un casete. Meses después lo encontré y decidí escuchar aquella impro. Me acosté y puse play… escuché, esperé y esperé, pero nada cambiaba. Inicialmente creí que la improvisación era extremadamente sutil, pero eventualmente me di cuenta de que la señal había sido enviada al deck antes de pasar por los controles de filtraje del equipo de sonido: había grabado solo el bucle, pero no la improvisación tímbrica. Cuando me paré a detener el casete, ¡todo cambió! Pensé que ahora sí había comenzado la impro y me volví a acostar. Escuché y esperé, pero una vez más, nada ocurría; solo el bucle sin cambio alguno. De nuevo, me paré y, una vez más, ¡cambio absoluto! Finalmente entendí que nada pasaba en la grabación; que los cambios dramáticos se daban porque yo me movía, cambiando mi relación espacial con los parlantes y con el espacio acústico de mi cuarto… Descubrí la fragilidad de la escucha.
4) La belleza del sonido: He escuchado tantas veces el hermoso “Cuarteto de cuerdas No. 2, Reflejos de la noche”, de Mario Lavista, que ya no sé cuándo fue la primera vez. Ni siquiera recuerdo si fue en vivo o en grabación (lo más probable). Lo que sí recuerdo es que me impactó la sensación de que por fin estaba escuchando a los violines, la viola y el violonchelo; es más, estaba absorto en una sola cosa de las muchas que pueden hacer y eso permitía descubrir la belleza interminable del sonido. Todos los cuartetos de Haydn o Beethoven que había escuchado, nunca me habían llevado a escuchar los instrumentos, porque lo que me presentaban esos compositores eran sus bellas melodías, armonías, etc. Lavista me presentaba armónicos de arcos y ya, no más. Era como mirar un solo punto en el espacio… si ese punto fuese el Aleph; el mundo entero en una única decisión tímbrica.
5) El tiempo: Una tarde, en Bogotá, estaba dictando clases en la Universidad Central. Como en tantas tardes bogotanas, caía uno de esos aguaceros que le recuerdan a uno que ‘tropical’ no significa calor, sino lluvia. De repente sonó un trueno, uno de tantos, pero paulatinamente me di cuenta de que, éste, no cesaba. Mis alumnos y yo nos miramos extrañados; la clase se detuvo; había pasado más de un minuto – dos, tal vez– y el trueno aún rugía. Recordé el infinito de San Agustín: no un tiempo interminablemente largo, sino un tiempo inmóvil. Este trueno infinito me hizo caer en cuenta de que también el paso del tiempo lo vivo a través la escucha.
6) Una cultura sonando: A finales de octubre de 2010 llegué con mi viejo a Estambul, tal vez la ciudad más bella que he conocido. Estábamos muy emocionados por su arquitectura, por su historia, por su culinaria… ¡todo nos llenaba de expectativa! De pronto comencé a escuchar lo que creía que era un canto: una voz flotando en el aire, sin cuerpo visible del cual emanase. Poco a poco, comenzaron a sonar variaciones que venían de todas partes, cada vez más lejanas y tenues, hasta que la urbe entera parecía un mar sonoro en el cual estábamos inmersos. Quería llorar de la dicha. ¡Eran los muecines, sin pretensión alguna de hacer música o arte, simplemente llamando al rezo! Me pasaría todos los días de nuestra estadía aguardando –como de niño, la Navidad– los cinco llamados diarios, con la ventaja de nunca saber a qué horas llegarían.
7) Develación: Escuchar por primera vez algo que uno compuso es frecuentemente una experiencia conmovedora. Es percibir la corporalidad, en este plano de realidad, de algo que uno intuyó desde otro plano. El primer par de minutos de mi “Cuarteto de cuerdas No. 1”, de 1996, casi me hace llorar, la primera vez que escuché al Cuarteto América tocar en un diminuto cuarto de hotel en Bogotá. Era la primera vez que usaba una estrategia compositiva que me impidiese imaginar lo que sería el sonido resultante y eso me llevó a escribir algo que jamás habría hecho. Cada parámetro del sonido había sido organizado desde una lógica independiente y luego las capas fueron superpuestas para encontrar un resultado impredecible. La experiencia de escuchar ese resultado fue retirar un velo del oído de mi imaginación.
8) Murciélago: Cuando tenía once años vivía en McLean y, cuando había sequía, a veces íbamos con mis amigos a jugar en el sistema de alcantarillado (de recolección de aguas pluviales, ¡no aguas negras!). Algunos ductos eran unos túneles enormes, de dos o más metros de alto; otros eran unos tubos tan pequeños que tocaba arrastrarse para caber. Como no teníamos linternas, después de unos pocos pasos, estábamos en la absoluta oscuridad, así que las únicas maneras de navegar esos laberintos subterráneos eran con el tacto y con la escucha. Yo estaba convencido de que cada ducto sonaba suficientemente diferente como para poder aprenderme los caminos por como respondían a un silbido o un grito. Claro, sí sonaban diferente, pero la verdad es que siempre nos perdíamos y aparecíamos en cualquier sitio; luego teníamos que hallar nuestro camino a casa por la superficie… pero siempre me quedaba la sensación de que casi lo había logrado con solo el oído.
9) Hacia una música-alucinación: En 1986, cuando vivía en Port-au-Prince, el hermano de mi amigo Joel Kimmons llegó al país con algunos cilindritos de oxido nitroso. Resulta que uno puede instalar uno de ellos en un sifón de soda (¡vacío!) y a través de él aspirar el contenido. Esto tiene un efecto alucinógeno disociativo que dura apenas un par de minutos y que en cada uso parecía enfocarse en un sentido diferente. Una vez se enfocó en mi percepción auditiva y el resultado fue un viaje fantástico: surgió un mundo sonoro que nunca había imaginado, de texturas y timbres delirantes que inundaban el cuarto de Joel, girando e hirviendo en el espacio. Años después conocí la música electroacústica y me di cuenta de que aquella seudodroga había sido apenas una ventana a otra dimensión y que aquellas experiencias que creí que nunca volvería a gozar, están por todas partes en el inagotable mundo de la música contemporánea.
10) Expectativa: Tres sonidos; una sensación: a) cuando uno pone un vinilo, apenas cae la aguja sobre el disco, suena aquello que en Bogotá antes llamábamos ‘fritanga’ o ‘crispeta’; b) cuando uno pone ciertos casetes ochenteros, al inicio del lado A, suena una especie de arpegio digital ascendente; c) cuando uno va a un concierto de música académica occidental, el músico sale al escenario, el público le aplaude y en ese momento cae un silencio aterciopelado… Estos tres sonidos (incluido aquel del silencio) me hacen sentir siempre una emoción burbujeante: la expectativa de que la música está a punto de nacer.
Rodolfo Acosta (1970)
Compositor, improvisador, docente. Ha estudiado teoría y composición musical en Colombia, Uruguay, Francia, EEUU, México y Países Bajos, con Coriún Aharonián, Graciela Paraskevaídis, Klaus Huber, Roger Cochini y Brian Ferneyhough, entre otros, y en varias instituciones tales como la Universidad de los Andes, G.M.E.B., Fondation Royaumont, STEIM y Berklee College of Music.
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